miércoles, 7 de noviembre de 2012



Casablanca. Un cine que ya no se hace
 
 
El culto a una obra maestra
 
 
Algunas películas tienen prestigio, otras son objeto de culto. Estas últimas no han de ser necesariamente las mejores, pero sí son las amadas. El público las ha acogido como parte de su vida, mima su recuerdo a lo largo de los años, las asocia con la propia experiencia o las ve como encarnaciones de sus mejores sueños. En otros casos, como el de Casablanca, el fenómeno va más allá de la época que lo produjo. Una nueva generación descubre en sus personajes, en sus sentimientos, una identificación con nuevas inquietudes, que los productores no pudieron siquiera intuir.
 
 
Muchos elementos tuvieron que confluir en un bar de Casablanca para inmortilizar a la que es una de las películas favoritas de tres generaciones. Un excepcional reparto de secundarios (Claude Rains, Paul Henreid, Peter Lorre, Conrad Veidt). Una canción inolvidable (As time goes on). Un melodrama construido a la perfección, sin reservas, testimonio de la excepcional habilidad narrativa del cine americano. Y sobre todo el encuentro carismático de dos grandes estrellas.
Hedy Lamarr había rechazado el papel de Ilse que contribuyó a fomentar la leyenda de Ingrid Bergman. Pero ésta era ya la gran favorita del público americano desde que llegó de Suecia a los acordes de un famoso Intermezzo. Es la suya una aureola deslumbradora, que explica sobradamente su éxito. A cada revisión asalta al espectador con una lozanía que se mantiene intacta y preciosa. La feminidad, la delicadeza, la exquisitez, conceptos acaso superados, son facetas eternamente válidas de una personalidad estelar que se revela única. Ingrid era auténtica. Ni siquiera Hollywood consiguió destruir su verdad. Como tampoco la de su Rick.
Bogart era un incoformista nato, cualidad idónea para convertirle en mito de generaciones educadas en la mentalidad del desencanto. Podía ser duro, pero también tierno. Agresor y defensor. Golfo y caballero. Había visto demasiadas cosas para ilusionarse por ninguna. Así, personificó como nadie a los antihéroes turbios de la inmediata postguerra, los que miraban con escepticismo la crisis de valores que amenazaba a su sociedad. Años después de su muerte, la juventud "pop" convirtió su efigie en uno de los pósters más vendidos de los años sesenta. Su reconocimiento como "fetiche intelectual" fue paralelo a la reivindicación del cine negro como género. Pocas figuras del cine han provocado tanta adoración, y, a menudo, tanto despróposito.
Bogart había ingresado en las neurosis del siglo. Mientras, sus amores con Ingrid en una Casablanca ficticia se covertían en sinónimo del romanticismo cinematográfico.
 
Terenci Moix
 
 

 


 

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